OPINIÓN
http://economia.elpais.com/economia/2012/06/15/actualidad/1339754056_983920.html
El precio de la desigualdad
Estados Unidos ya no puede considerarse la tierra de oportunidades que alguna vez fue
A
los estadounidenses les gusta pensar en su país como una tierra de
oportunidades, opinión que otros en buena medida comparten. Pero
aunque es fácil pensar ejemplos de estadounidenses que subieron a la
cima por sus propios medios, lo que en verdad cuenta son las
estadísticas: ¿hasta qué punto las oportunidades que tendrá una
persona a lo largo de su vida dependen de los ingresos y la educación
de sus padres?
En
la actualidad, estas cifras muestran que el sueño americano es un
mito. Hoy hay menos igualdad de oportunidades en Estados Unidos que
en Europa (y de hecho, menos que en cualquier país industrial
avanzado del que tengamos datos). Esta es una de las razones por las
que EE UU tiene el nivel de desigualdad más alto de cualquiera de
los países avanzados. Y la distancia que lo separa de los demás no
deja de crecer. Durante la "recuperación" de 2009 y 2010,
el 1% de los estadounidenses con mayores ingresos se quedó con el
93% del aumento de la renta. Otros indicadores de desigualdad (como
la riqueza, la salud y la expectativa de vida) son tan malos o
incluso peores. Hay una clara tendencia a la concentración de
ingresos y riqueza en la cima, al vaciamiento de las capas medias y a
un aumento de la pobreza en el fondo.
Sería
distinto si los altos ingresos de los que están arriba se debieran a
que contribuyeron más a la sociedad. Pero la Gran Recesión demostró
que no es así: hasta los banqueros que dejaron la economía mundial
y sus propias empresas al borde de la ruina recibieron jugosas
bonificaciones.
Si
examinamos más de cerca la cima de la pirámide, encontraremos allí
sobreabundancia de buscadores de rentas: hay quienes obtuvieron su
riqueza ejerciendo el monopolio del poder; otros son directores
ejecutivos que aprovecharon deficiencias de las estructuras de
gobierno corporativas para quedarse con una cuota excesiva de la
ganancia de las empresas, y hay todavía otros que usaron sus
conexiones políticas para sacar partido de la generosidad del
Estado, ya sea cobrándole demasiado por lo que compra (medicamentos)
o pagándole demasiado poco por lo que vende (permisos para
explotación de minerales).
Asimismo,
parte de la riqueza de los financieros proviene de la explotación de
los pobres por medio de préstamos predatorios y prácticas abusivas
con el uso de tarjetas de crédito. En estos casos, los que están
arriba se enriquecen directamente de los bolsillos de los que están
abajo.
Tal
vez no sería tan malo si hubiera aunque sea un grano de verdad en la
teoría del derrame: la peculiar idea de que enriquecer a los de
arriba redunda en beneficio de todos. Pero hoy la mayoría de los
estadounidenses se encuentran peor (con menos ingresos reales
ajustados por la inflación) que una década y media atrás, en 1997.
Todos los beneficios del crecimiento fluyeron hacia la cima.
Los
defensores de la desigualdad estadounidense argumentan que los pobres
y los que están en el medio no tienen por qué quejarse: puede ser
que la porción de torta con la que se están quedando sea menor que
antes, pero gracias a los aportes de los ricos y superricos, la torta
está creciendo tanto que en realidad el tamaño de la tajada es
mayor. Pero una vez más los datos contradicen de plano este
supuesto. De hecho, EE UU creció mucho más rápido durante las
décadas que siguieron a la II Guerra Mundial, cuando el crecimiento
era conjunto, que después de 1980, cuando comenzó a ser divergente.
Esto
no debería sorprender a quien comprenda cuál es el origen de la
desigualdad. La búsqueda de rentas distorsiona la economía. Por
supuesto que las fuerzas del mercado también influyen, pero los
mercados dependen de la política, y en EE UU, con su sistema
cuasicorrupto de financiación de campañas y el ir y venir de
personas que un día ocupan un cargo público y al otro están en una
empresa privada, y viceversa, la política depende del dinero.
Por
ejemplo, cuando la legislación de quiebra privilegia los derivados
financieros por encima de todo, pero no permite la extinción de las
deudas estudiantiles (por más deficiente que haya sido la educación
recibida por los deudores), es una legislación que enriquece a los
banqueros y empobrece a muchos de los que están abajo. Y en un país
donde el dinero puede más que la democracia, no es de extrañar la
frecuencia con que se aprueban esas leyes.
Pero
el aumento de la desigualdad no es inevitable. Hay economías de
mercado a las que les está yendo mejor, tanto en términos de
crecimiento del PIB como de elevación de los niveles de vida de la
mayoría de sus ciudadanos. Algunas incluso están reduciendo las
desigualdades.
Estados
Unidos paga un alto precio por seguir yendo en la otra dirección. La
desigualdad reduce el crecimiento y la eficiencia. La falta de
oportunidades implica que el activo más valioso con que cuenta la
economía (su gente) no se emplea a pleno. Muchos de los que están
en el fondo, o incluso en el medio, no pueden concretar todo su
potencial, porque los ricos, que necesitan pocos servicios públicos
y temen que un Gobierno fuerte redistribuya los ingresos, usan su
influencia política para reducir impuestos y recortar el gasto
público. Esto lleva a una subinversión en infraestructura,
educación y tecnología, que frena los motores del crecimiento.
La
Gran Recesión agravó la desigualdad, provocando recortes en gastos
sociales básicos y un alto nivel de desempleo que presiona sobre los
salarios a la baja. Por añadidura, tanto la Comisión de Expertos de
Naciones Unidas sobre las reformas del sistema monetario y financiero
internacional, que investiga las causas de la Gran Recesión, como el
Fondo Monetario han advertido que la desigualdad conduce a
inestabilidad económica.
Pero,
lo que es más importante, la desigualdad en EE UU está corroyendo
sus valores y su identidad. Cuando llega a semejantes extremos, no es
sorprendente que sus efectos se manifiesten en todas las decisiones
públicas, desde la política monetaria hasta la asignación del
presupuesto. Estados Unidos se ha convertido en un país que en vez
de “justicia para todos” ofrece favoritismo para los ricos y
justicia para los que puedan pagársela: esto quedó demostrado
durante la crisis de las ejecuciones hipotecarias, cuando los grandes
bancos creyeron que, además de demasiado grandes para quebrar, eran
demasiado grandes para hacerse responsables. Estados Unidos ya no
puede considerarse la tierra de oportunidades que alguna vez fue.
Pero no tenemos por qué resignarnos a esto: todavía no es demasiado
tarde para restaurar el sueño americano.
Joseph
E. Stiglitz, premio Nobel, es profesor de Economía en la Universidad
de Columbia. Su último libro es El precio de la desigualdad: cómo
la división actual de la sociedad pone en riesgo nuestro futuro.
©
Project Syndicate, 2012
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