Corderos balando en el desierto
En uno de sus aniversarios, The Economist publicó un dossier cuyo mensaje central era el siguiente: los verdaderos enemigos del capitalismo son los capitalistas, no sus adversarios. Esta misma conclusión se puede extraer del monumental escándalo de las tarjetas opacas de Bankia: la responsabilidad de que los bancos se hayan tragado en tan poco tiempo una tercera parte del sistema financiero español —las cajas de ahorro—, oligopolizándolo, corresponde en parte a abusos como éste.
Decía el semanario inglés: el principal culpable de la marcha atrás del capitalismo liberal, el que inclina la balanza hacia la inestabilidad y la reputación, es el abuso permanente que se ha generalizado en sus filas. “Ese generalizado y bastante escandaloso abuso del capitalismo y los capitalistas amenaza con debilitar las fuerzas y los argumentos que de otra manera defenderían la libertad”, afirmaba. Entre los abusos debilitantes citaba la desigualdad exponencial, la pila de escándalos empresariales y bancarios y una desilusión creciente respecto de la capacidad de las instituciones democráticas para hacer que los culpables respondan de sus acciones.
Esto es lo que está en juego con el escándalo de las tarjetas black, que ha llegado al corazón del sistema al afectar a los partidos políticos mayoritarios, los sindicatos y la patronal. A todos. La historia se repite: del mismo modo que Al Capone sólo ingresó en Alcatraz por delitos relacionados con el impago de impuestos (y no por sus crímenes), la utilización de las tarjetas opacas para uso privado y gastos de lujo puede acelerar la activación de las responsabilidades jurídicas de algunos de sus dirigentes, mucho más que otros asuntos.
No habría sido tanto el hecho de que Bankia haya recibido 22.000 millones de euros de ayudas públicas —equivalentes a lo que un país como España gasta en un año entero en el seguro de desempleo—, las malas inversiones realizadas —sobre todo, en el terreno inmobiliario—, la estafa de las preferentes —a sus titulares se les exigía una cultura financiera de la que estaban exentos muchos consejeros y directivos, pese a su formación, dadas las declaraciones que han hecho sobre sus tarjetas de crédito—, la salida a Bolsa con la pérdida casi total del valor de la acción o el aumento de los desahucios durante este tiempo, sino un escándalo menor por el número de euros perdidos (15,5 millones), aunque de resonancias desconocidas hasta ahora en la opinión pública.
De lo que se conoce, cabe extraer dos conclusiones: el problema mayor de este caso es el gobierno de la institución. La arbitrariedad con la que se manejaba la caja de ahorros, los enjuagues para asegurar la estabilidad de los presidentes. El mundo de la gran empresa, no sólo de las cajas de ahorro, parece estar plagado de conflictos de intereses que dejan poco espacio para controlar la connivencia entre ejecutivos y consejos de administración o equivalentes, comités de remuneración y auditoría, etcétera. La segunda conclusión surge a la luz de los gastos en que incurrió la mayor parte de los privilegiados: con ellos buscaban comprar distancia social respecto a sus semejantes.
La Gran Recesión transformó el concepto de visibilidad. Los invisibles habían sido siempre los más pobres. Con las dificultades económicas, los que han tendido a ocultarse son los privilegiados, para no ser objeto de indignación. Los signos externos se exhiben poco. Esto ha cambiado con la aparición de la lista de los 82 de Bankia y sus compras suntuarias. En su mayor parte forman parte de esas élites extractivas que se apartan de la obtención del bien común y dedican sus mejores esfuerzos al propio bienestar y al del grupo al que pertenecen. Estas élites elaboran un sistema de captura de rentas que les permite, sin crear riqueza, detraer recursos en beneficio propio. Pero Acemoglu y Robinson, activadores del concepto, también incorporan otro, paralelo: el de las instituciones extractivas, que concentran el poder en manos de una élite reducida y fijan pocos límites al ejercicio del poder.
Bankia fue en el pasado una de estas instituciones extractivas. Si no se sacan consecuencias de ello, los ciudadanos seremos, una vez más, “como corderos balando en el desierto” (El problema de los supermillonarios, Capitán Swing). Poco decoroso para una democracia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario